Aunque fue ignorado por la historia criminal, mató más que el Petiso Orejudo y que Robledo Puch: en 1975 se cargó a 13 mujeres.
Cuando los policías de San Isidro le preguntaron si recordaba al hombre que había intentado atacarlo, el testigo no dudó:
–Jamás me voy a olvidar de la cara de ese tipo.
Antes que la descripción de su rostro anguloso, sólo se sabían pocas cosas del asesino: era bajo, tenía físico de atleta y atacaba a sus víctimas los miércoles y jueves a las seis de la tarde. Luego se supo su nombre: Francisco Antonio Laureana. Tenía 35 años.
Aunque fue ignorado por la historia criminal argentina, Laureana mató más que el Petiso Orejudo y que Carlos Robledo Puch: en 1975 asesinó a 13 mujeres. Para los investigadores nunca quedó claro el móvil de los crímenes: el asesino violaba, estrangulaba y al final se quedaba con una cadenita o un anillo de las víctimas. Su coto de caza era la zona de San Isidro.
De Laureana siempre se supo poco: había sido seminarista en Corrientes, donde huyó después de violar a una religiosa y colgarla de una soga atada al techo. En San Isidro fue artesano: vendía aritos, pulseras y collares. Estaba casado y tenía tres hijos. Cuando salía de su casa para cometer los crímenes, le pedía a su esposa: “No saqués a los pibes porque andan muchos degenerados dando vueltas”.
Después de cometer uno de los homicidios Laureana le disparó a un hombre que lo había visto mientras huía por el techo de una casa. Ese testigo fue clave para confeccionar el identikit del asesino. Un identikit que sorprendía porque era idéntico al criminal.
Para atraparlo, los detectives le pusieron varios anzuelos: policías con peluca rubia y mujeres tomando sol en piletas. Nunca lo mordió. Su último ataque no llegó a concretarse: una nena lo vio parecido al identikit que estaba pegado en la heladera y le contó a su madre. La mujer simuló llamar a su marido y el asesino, sonriente, se retiró de esa casas con sigilo. La versión oficial dice que en noviembre de 1975 Laureana murió baleado por la policía durante un tiroteo, mientras se escondía en un gallinero antes de ser descubierto por un perro. En el lugar hallaron dos gallinas estranguladas. Pero se cree que el asesino no estaba armado y que fue fusilado.
“Solía elegir mujeres que tomaban sol en las terrazas de los chalés. El sátiro acechaba y luego daba el zarpazo. Era obsesivo y atacaba siempre a la misma hora. En una bota que encontraron en su casa guardaba los objetos que les sacaba a las víctimas. Era un fetichista. Le gustaba volver a la escena del crimen para gozar y rememorar”, analiza el perito forense Osvaldo Raffo, que hizo la autopsia a Laureana. En una de las fotos, el forense aparece midiendo la altura del misterioso criminal. La imagen impacta: Laureana tiene los ojos abiertos. Es la mirada fría y penetrante que vieron sus víctimas antes de morir.
(Las fotos son cortesía del Dr. Osvaldo Raffo)
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